Ayer, tuve el placer de participar en la Feria del Libro de Madrid firmando ejemplares de mi último libro, dedicado al compositor salmantino Tomás Bretón. A propósito del gran interés que siempre suscitan las ferias del libro, me surge una reflexión sobre el gran valor de estos vestigios, que han acompañado al ser humano desde tiempos remotos, no solo como transmisores de conocimiento, sino también como compañeros silenciosos que enriquecen nuestra vida interior.
Los libros son refugios, espejos y ventanas a mundos insospechados. Entre sus páginas, encontramos compañía en la soledad, consuelo en la tristeza y, en ocasiones, respuestas en medio del desconcierto. Los libros son también poderosos motores de imaginación, pues, al leer, no solo recibimos una historia, sino que somos capaces de recrearla en nuestra mente, coloreándola con nuestros propios recuerdos y emociones. También alimentan nuestra capacidad de soñar despiertos, de proyectarnos más allá de nuestros quehaceres diarios, de creer que hay algo más allá de lo inmediato.
Hay libros que nos transforman, que nos obligan a detenernos y mirarnos por dentro, mientras que otros volúmenes nos permiten explorar diferentes culturas, épocas y emociones, enseñándonos que no existe una única forma de vivir o de sentir. Y otro de los grandes dones de la lectura es su capacidad de hacernos vivir otras vidas: a través de la literatura, podemos habitar la mente de un emperador romano, caminar por los pasillos de un castillo encantado o experimentar la angustia de un náufrago en una isla desierta.
En un mundo donde todo ocurre en medio de las prisas y la vorágine de nuestras rutinas, los libros nos invitan a detenernos, a contemplar y a sumergirnos con calma en el tiempo lento de la reflexión. Por todo esto, los libros no son solo objetos: son puertas abiertas a lo desconocido, a lo posible, a lo profundo; son compañeros fieles, capaces de transformarnos palabra a palabra, página a página.
Virginia Sánchez Rodríguez