«Este Adviento en Peñaranda no esperéis milagros. Esperad cambios»

Este peñarandino ofrece en la firma invitada del día una ficción sobre cómo ser hoy el Adviento en Peñaranda
11 de diciembre de 2025 - 1:25 pm

Advierto que esto no será un comentario doctrinal, sino una ficción respetuosa que imagina cómo podría ser hoy el Adviento en Peñaranda.

Fue uno de esos amaneceres que huelen a leña y a escarcha en los tejados. Era el primer domingo de Adviento y la plaza, aún somnolienta, aguardaba sin saberlo una historia que habría de contarse durante generaciones. Nadie esperaba milagros: se esperaba, como siempre, el café humeante del desayuno, los saludos en la plaza y el sonido de las campanas. Pero aquel día algo distinto llegó caminando por la N-501, a la altura de la gasolinera.

Venía solo, sin alharacas y sin séquito, un hombre de mirada serena y paso firme. Llevaba una túnica sencilla, una mochila vieja y un gesto de quien conoce cada alma sin haberla visto. Nadie lo reconoció al instante. Fue un niño —quizá por esa clarividencia que solo tienen los pequeños— quien murmuró:

—Mamá… creo que es Jesús.

La noticia voló como un soplo entre las calles del casco antiguo, entre las persianas que subían y los conciliábulos de vecinas. No hubo alboroto, ni gritos, ni estampidas. Hubo, en cambio, silencio, un silencio de respeto y de incredulidad. Jesús entró por la plaza de España y se detuvo ante el templete. Miró alrededor como quien vuelve a visitar una casa antigua. Su voz fue suave, pero se oyó en toda la plaza:

—Gracias por recibirme. He venido porque aún espero que me esperéis.

Si esto fuera de verdad, Jesús no multiplicaría panes, los habría comprado en la panadería de Galiano, ni convertiría el  agua en vino, para eso ya están algunos bares y bodegas. No vendría a exhibir poderes, sino a recordar lo que se nos olvida cuando vamos deprisa.

Se acercaría a las dos residencias de mayores y pasaría allí la mañana entera escuchando historias, preguntando por los hijos que viven lejos. Caminaría por la calle Nuestra Señora y entraría en los comercios sin prisa, saludando a cada uno por su nombre. Se detendría en los colegios y escucharía la alegría de los niños como quien oye música sagrada.

Al mediodía, se sentaría en un banco y dejaría que la gente se acercara sin protocolos. No impondría, no exigiría. Solo miraría con esa mezcla de misericordia y ternura que incomoda y sana a la vez.

¿Y qué nos diría? Pues nos hablaría en castellano, claro, con ese acento que no pertenece a ningún lugar, pero está en todos:

—Vivís inmersos en muchas pantallas, pero os falta miraros. Tenéis voces para todo, pero os cuesta escuchar. Os prometieron que seríais libres si teníais más cosas, y ahora os falta tiempo para vivir.

Se levantaría, caminaría hacia la iglesia y nos invitaría a entrar, no por obligación sino por descanso. Y nos diría: 

Este Adviento en Peñaranda no esperéis milagros. Esperad cambios. No miréis al cielo buscando señales; buscad dentro de vosotros la luz que ya os puse. El Reino no está lejos: empieza cuando hacéis sitio al otro, cuando perdonáis, cuando sois valientes para amar.

Miraría a los jóvenes:

No temáis ser distintos. No dejéis que os convenzan de que la fe es anticuada. Anticuado es el miedo, no la esperanza.

Miraría a los mayores:

Vuestro tiempo sigue siendo valioso. Vuestra memoria es hogar para este pueblo.

Y a todos, en un suspiro:

Estoy aquí porque sigo viniendo cada vez que alguien se atreve a creer en el bien. Mi llegada no es un espectáculo: es una invitación. Volved a encender vuestras vidas como encendéis las velas del Adviento. Una a una. Día a día. Sin prisa.

Cuando cayó la tarde, Jesús se fue por el mismo lugar por el que había llegado. No hubo cámaras, ni multitudes. Solo un ambiente de paz que quedó flotando sobre la plaza.

Y desde entonces, cada Adviento, en Peñaranda se escucha la misma pregunta:
“¿Y si vuelve mañana?”

La respuesta, dicen los más viejos, es sencilla:
“Que nos encuentre preparados, con el corazón en vela.”

Bueno, ala, hasta otro día.    

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