Ya estamos en el último mes del año… y no sé si a ti te pasa, pero diciembre siempre tiene ese algo que te hace mirar atrás. Es el mes del balance, como diría Mecano: “de lo bueno y malo”, porque al final todos los años traen sus luces y sus sombras.
Sin embargo, muchas veces nos quedamos solo con lo malo. Con los golpes fuertes… y también con los pequeños. Porque lo doloroso pesa y se acumula. En cambio, lo bueno, a menos que sea algo enorme, parece desvanecerse enseguida.
Y por eso hoy quiero fijarme en lo que también construye: en esas pequeñas victorias que pasan desapercibidas, pero que son muy importantes. Como cuando aprobaste ese examen que dabas por imposible, cuando corriste una carrera o viajaste a un lugar nuevo. O esos momentos sencillos: una visita a tus padres, una cena donde te reíste sin parar con amigos, una charla que se alargó sin prisa.
Porque al crecer, uno aprende que diciembre ya no es solo deseos, regalos o vacaciones. Es más bien un recordatorio de lo esencial: de los encuentros, de las risas compartidas, de quienes siguen al lado.
Al final, este año ha sido una mezcla de pruebas, de tropiezos, de incertidumbres… pero también de aprendizajes, de sorpresas, de pequeñas alegrías que solo el corazón sabe reconocer.
Así que este diciembre, te invito a hacer un balance distinto: no medir solo los logros grandes o las heridas, sino también esos detalles mínimos que curan y devuelven esperanza.
Porque la vida no siempre grita lo importante. A veces, lo susurra casi al oído. Y gracias a esos susurros, no solo sobrevivimos: también crecimos.
Este diciembre, no cierres el año pensando en lo que faltó. Celébralo por lo que fue, por lo que vivimos y por lo que todavía seremos. Y ojalá que, aunque pasen los años, sigamos viviendo diciembre como cuando éramos pequeños: con esa magia, con esa ilusión y con esa forma tan bonita de creer que siempre puede venir algo mejor.
Arancha Jiménez




