Fernando HernándezCuando escuchamos la palabra “rutina” solemos torcer un poco el gesto. Parece sinónimo de aburrimiento, de días idénticos que se repiten sin novedad. Pero la verdad es que la rutina también tiene algo bueno: nos sostiene.
La mayoría de nuestros días no están hechos de grandes acontecimientos, sino de pequeñas cosas que se repiten. Ese café que nos despeja por la mañana, el camino de siempre hacia la facultad, instituto o trabajo, la música en los auriculares que ya forma parte del trayecto… No son momentos para enmarcar, pero son los que dan forma a nuestra vida y nos recuerdan que hay un orden, un ritmo.
Cuando todo va bien, quizá ni nos damos cuenta. Pero es en los momentos difíciles cuando la rutina demuestra su valor. Porque aunque uno se tambalee, ahí está la rutina, marcando el paso con lo de cada día. Esos gestos sencillos son los que nos devuelven poco a poco al cauce.
La rutina no está reñida con la ilusión. Al contrario: es gracias a ella que los cambios y las sorpresas brillan más. Si todos los días fueran extraordinarios, al final nada lo sería. Es la repetición de lo cotidiano la que hace especial al día distinto.
Por eso creo que merece la pena reconciliarnos con la rutina. No como un peso, sino como ese hilo invisible que da estabilidad, que nos permite sentirnos seguros. En un mundo lleno de prisas e incertidumbres, la rutina nos recuerda que la vida también se celebra en lo sencillo: en lo que vuelve cada día sin hacer ruido, pero nos acompaña siempre.d
