«Lo que muchos pensamos de la juventud actual se parece casi en su totalidad a lo que nuestros padres pensaban»

Una vez fui joven y observé la madurez como una sensación lejana y casi inalcanzable. Siempre me pregunté cuándo uno tiene la certeza absoluta de haber traspasado el umbral hacia lo inevitable. Ahora que empieza el verano y se vislumbran muy cerca tanto las fiestas estivales como las vacaciones, intento establecer las diferencias entre cómo nos veía a los jóvenes entonces (hablamos de los años 80) y cómo los contemplo ahora, y me doy cuenta de que las personas tendemos a idealizar los tiempos en los que rebosamos de vitalidad, y notamos defectos en todo lo actual, o al menos en la percepción que emana de ello.

No me convence mucho la vestimenta de los jóvenes de ahora, la música que escuchan y que está de moda en los tiempos que corren no es más que una sarta de incongruencias sensoriales, en la que prácticamente no se entiende nada del extraño dialecto español que parecen articular, y su forma de comunicación ha sustituido la palabra y las miradas por el uso indiscriminado de unos aparatos propios del demonio de la impersonalidad. Todo ello aderezado por una inclinación un poco extraña a despreciar lo anterior y calificarlo como reliquias carentes de cualquier valor. En apariencia nos encontramos ante un callejón sin salida, una situación sin visos de mejorar, la definición perfecta de la involución.

Sin embargo, no dejemos que nos venza la irracionalidad. Lo que muchos pensamos de la juventud actual se parece casi en su totalidad a lo que nuestros padres pensaban de nuestra forma de divertirnos. Todo ha cambiado para que nada cambie. Y les digo algo, nuestros nietos tendrán la misma opinión de sus padres, y el círculo seguirá girando ad eternum para no llegar a ningún sitio concreto. Y mientras, continuaremos preguntándonos si somos viejos. Con honestidad les digo, no tengo la respuesta; y tampoco me preocupa demasiado.

Juan F. Escudero