El pasado lunes 28 de abril, España experimentó un apagón eléctrico que dejó a millones de personas sin energía durante varias horas, afectando tanto a hogares como a empresas en todo el territorio nacional. El incidente no solo provocó la paralización de servicios básicos, sino que también puso de manifiesto la creciente vulnerabilidad de una sociedad que, cada vez más, depende de la electricidad y la tecnología para su funcionamiento diario. Aunque los apagones no son algo nuevo, lo que hizo especial a este evento fue la magnitud y la duración de la interrupción, que dejó en evidencia cuán frágil puede ser nuestra infraestructura tecnológica cuando se interrumpe el suministro de energía y cuán grande es nuestra dependencia a este suministro.
Durante las horas de oscuridad, las calles se vaciaron de actividad, los semáforos dejaron de funcionar y el acceso a internet se convirtió en un lujo escaso. Pero el apagón no solo afectó la infraestructura física, sino que también alteró los ritmos psicológicos y sociales de la población. Y es que la dependencia de la tecnología es tan profunda en nuestra vida cotidiana que, al estar privada de ella, la sensación de desconcierto y vulnerabilidad fue palpable.
Este episodio subrayó algo que muchos ya intuyen: vivimos en una era donde la tecnología no solo facilita nuestras vidas, sino que se ha convertido en el pilar sobre el que descansan nuestras actividades más esenciales. La realidad es que nuestra dependencia es tal que, en muchos casos, las personas se sienten perdidas sin sus dispositivos y lo que antes era impensable, como vivir sin acceso constante a internet o sin electricidad, ahora se convierte en un desafío considerable. Este apagón nos invita a reflexionar sobre lo esencial que se ha vuelto la tecnología en nuestra vida diaria y sobre los riesgos de una dependencia tan absoluta.
Virginia Sánchez Rodríguez
