Hola, Miguel. Hoy empiezo dándote dos datos: la delegación española en París para estos Juegos Olímpicos se compone de 382 atletas. El objetivo de todos ellos es elevar el casillero de medallas por encima de las 22 que se lograron en Barcelona en 1992. Es un reto tan ambicioso como humilde. En el mejor de los casos, de los casi 400 atletas que compiten estos días en la capital francesa, apenas un par de decenas lograrán su objetivo.
¿Por qué te cuento esto hoy? Porque, como espectador, no se pueden ver los Juegos Olímpicos como se miran otras competiciones como campeonatos del mundo o de Europa. En ese tipo de torneos la competitividad nos invita a mirar solo a España, casi despreciando las actuaciones de otros países.
Sin embargo, en los Juegos España está muy lejos de ser una potencia. Por lo que si uno se vuelve resultadista pasará dos semanas amargado por las más de 360 oportunidades de medalla perdidas.
Los Juegos Olímpicos, que nacieron en la Antigua Grecia con la excusa de unir a distintas polis y proporcionar un tiempo de paz, deben ser a día de hoy una oportunidad para abrir los ojos al otro.
Siendo español, y llevando desde el año 2000 siguiendo los Juegos, es fácil abrirse a ese nuevo mundo de posibilidades en el que solo esperas disfrutar de la entrega y el esfuerzo de los mejores atletas del mundo.
Yo aprendí a gozar con el espectáculo en aquellos Juegos de Sidney gracias a María de Lourdes Mutola, una ochocentista mozambiqueña de zancada y carisma inigualables.
Ese espíritu, que ha ido creciendo con el tiempo, me lleva a poder disfrutar de un partido de dobles mixtos en bádminton entre una pareja de Japón y otro de Hong Kong, aunque ni siquiera sepa sus nombres o resultados anteriores.
Dicho esto, huelga decir que todos los deportistas españoles son mi primera opción y mi sueño es que ellos cumplan sus objetivos y nos traigan muchas medallas y diplomas olímpicos